Cuando alguien nos pregunta cuál es el recuerdo más lejano normalmente respondemos el primer día de clases en la escuela, un regalo que nos impresionó, un viaje, que generalmente nos remonta a nuestra infancia. ¿Será que alguien puede recordar alguna cosa sucedida cuando sólo teníamos uno o dos años de edad?; Difícil, ¿verdad?. Bueno, los que me conocen saben que la aviación ha marcado mi vida de varias maneras. El hecho que voy a comentarles sucedió en los primeros meses del ya lejano año de 1962, cuando aún no cumplía dos años de edad. Vivía en un antiguo caserón de principios del siglo XX de mis abuelos maternos, los Fracchia-Pusineri, en la entonces calle Cnel. Bogado (actual Mcal. López). Desde la terraza de aquella casa, se podía divisar la Bahía de Asunción y de vez en cuando, mi abuela Giuditta conjuntamente con mi madre, solían divisar en acuatizaje de los famosos hidroaviones Sandringham de Aerolíneas Argentinas, procedentes de Buenos Aires y escalas.
Un buen día, estando mi abuela y mi madre en la terraza, y yo jugando en el patio, alcancé a escuchar que la primera me gritaba: ....”Antoñito, Antoñito, subite para el ver hidroavión de Aerolíneas” . La emoción me embargó, pero el desafío era enorme, ya que tenía que trepar una escalera tipo caracol hasta la terraza, que con mis casi dos añitos me parecía el Empire State. Al final, me perdí el espectáculo en esa ocasión, ya que en numerosas oportunidades mis padres me llevaban al viejo Aeropuerto Internacional de Asunción, paseo obligatorio durante el fin de semana, para ver llegar y salir las aeronaves comerciales. Recuerdo claramente los Convair CV-240 de LAP, el Vickers Viscount de PLUNA, los 707 de Braniff y Pan Am, el Comet y el Caravelle de Aerolíneas Argentinas, el CV-990 Coronado de VARIG, el DC-8-52 de IBERIA, y los siempre presentes Douglas C-47 del Transporte Aéreo Militar. A pesar de las incomodidades de la vieja terminal de pasajeros, que parecía el Mercado N° 4 cuando se juntaban dos o tres vuelos, la emoción de tener a los aviones a pocos metros de la terraza era indescriptible. Mientras mis parientes se sentaban en el bar en el segundo piso a tomar un café o una Coca-Cola, yo prefería quedarme en la terraza a disfrutar cada minuto con aquellos pájaros de metal; cada despegue o aterrizaje producía una intensa emoción. A regañadientes aceptaba volver, luego de un par de horas con la promesa de que volveríamos el próximo fin de semana. En alguna oportunidad, daba rienda suelta a mi imaginación al subirme a unos viejos y abandonados Beech C-45 que se corroían entre los hangares, y en mi mente infantil, jugaba a ser “Ivo, el Piloto Audaz”, famosa historieta de la recordada revista infantil “Farolito”.
(*) Historiador Aeronáutico
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